ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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V-M y Chejfec, Cafe Sabarski, Nueva York, 1 de mayo 2009
V-M y Chejfec, Cafe Sabarski
Nueva York, 1 de mayo 2009




Oakland. James Bolar


My Two Worlds, Sergio Chejfec
FÁBULA POLÍTICA Y RENOVACIÓN ESTÉTICA

SERGIO CHEJFEC


Pese a formar parte de los presupuestos conceptuales de numerosas intervenciones intelectuales y artísticas de los últimos años, la noción de posmodernismo cubre un campo de ideas tan sugerente como difuso. Creo que básicamente es útil para describir una serie de debates críticos de los años 80 y el clima cultural de entonces. Por ello en las líneas que siguen voy a preferir no abusar del término, aunque varias de las operaciones y procesos que describa tengan cierta afinidad con las problemáticas que por lo general evoca.

Literatura y política

Se sabe que el arte encuentra sus propias preguntas y respuestas. En este ensayo quisiera referirme a cierto momento en que la literatura argentina, interpelada fuertemente por la política, trastornó sus estrategias de representación y puso en entredicho las propias y admitidas convenciones estéticas. Es natural pensar que para producir estos cambios la literatura se bastó a sí misma, pero verla asociada a los significados y tensiones que encontraba en el agitado mundo de la política, quizá pueda ayudar a comprender la incertidumbre o perplejidad estética que hoy sentimos ante textos que parecen plantear tanto una relación enigmática con sus materiales referenciales como una distancia en apariencia insalvable respecto de los criterios genéricos que supuestamente deberían brindarle un marco conceptual. La época política a la que me refiero es fines de los años 60 y comienzos de los 70, un tiempo de grandes movilizaciones en toda América Latina, especialmente de los movimientos populistas y de izquierda. Si imaginamos que alguien ha dormido un largo sueño y se despierta hoy después de 30 años, es probable que nos sobresalte con su asombro. A primera vista, al comparar aquella época con la actual surgen diferencias de grado: más esto, menos aquello, etc.; pero si uno lo revisa con cautela, advierte que las diferencias no son tales: lo decisivo no es el grado, sino básicamente es la calidad la que ha sufrido un vuelco.

Qué es lo político? De manera general, podría decirse que es un recorte parcial de la experiencia. Pero hoy esa parte de la vida refleja una experiencia diferente de la que representaba la política hace décadas: en la actualidad la gente padece todo el tiempo sus consecuencias, pero no siempre es del todo conciente de ello. La política es una franja móvil y difusa, que puede remitir tanto a la ética, a cierta idea de la disciplina social como a los liderazgos mediáticos que circulan por la comunicación masiva, pero que carece de la profundidad ideológica desde donde hace no muchos años las prácticas políticas se revelaban como referentes centrales de la experiencia. Las causas de esta evolución son múltiples, en todo caso no son asunto de este ensayo. Pero me interesa decir que un estado de cosas semejante plantea desafíos adicionales a los artistas que se preocupen por elaborar contenidos "sociales". Las dificultades no tienen que ver con el público, con la receptividad improbable en un medio que no reconoce como vigentes algunas preocupaciones, sino con la posibilidad de sostener un registro estético que se identificó con la política hasta la saturación y con una serie de ideas acerca del arte que se han vaciado de sus contenidos tradicionales.

Me gustaría explicar esto con un ejemplo ajeno a la literatura, pero cuyos problemas también la interpelan en la medida en que son una muestra de los actuales límites del arte para transportar contenidos conceptuales explícitos. Se trata de las obras llamadas instalaciones, donde la apuesta parece residir más en el reciclaje estético –también en un sentido espacial– de artefactos que en la creación de un objeto unitario a partir de principios constructivos tradicionalmente considerados artísticos, inclusive por parte de las vanguardias. En las instalaciones, la extrapolación de objetos nos habla de un naturalismo conceptual, pero a la vez anuncia una fragilidad inherente que en las obras de arte de otras disciplinas no se había puesto de manifiesto excepto frente al paso del tiempo. Creo que esa contradicción entre el fuerte enlace referencial de los materiales u objetos utilizados y la "volatilidad" de la organización física que constituye a la instalación, pone en escena contenidos transparentes como la única forma de darle una consistencia semántica a su mismo estatuto artificioso; o al revés: el contenido general aparece en la superficie cuando el ambiente no puede sino organizarse gracias a la genealogía de los objetos extrapolados. Esta propuesta de las instalaciones se ha visto como posmoderna; también como rudimentaria, en la medida en que es algo muy cercano a cierta idea de arte sin mediaciones convencionales formales (algo que está, digamos, entre las cajas de Cornell y los dioramas, pero que al contrario de ambos es temporal).

La literatura trabaja de manera distinta, sin embargo encuentra en las innovaciones de la plástica una suerte de advertencia sobre el costo de pretender tornar superficial el sentido. Para la literatura el sentido no puede sino estar en la profundidad, en una zona atravesada por la lengua, la historia, los valores y la misma literatura; y cuando no lo está, debe trabajar con aquél como si estuviera. Desde una perspectiva posmoderna, esto significa que la literatura, con cánones de representación histórica o genéricamente variables aunque específicos, pertenece a un universo diferente no solo por la diferencia de lenguajes estéticos. El problema es que en la época actual el sentido ha ocupado las superficies, y con ello las posibilidades de representación y circulación literarias se están viendo afectadas –no amenazadas, sino en vías de modificación. Por eso me ha interesado presentar dos casos en los que una máxima tensión política y estética ha tenido como resultado un trastorno del sentido, construyendo textos que si bien no son equivalentes a las instalaciones, por supuesto, sí representan quiebres interesantes al utilizar ciertos temas y elementos provenientes de la política de un modo quizá anticipatorio respecto del arte de hoy.

Pero antes quisiera hacer una segunda digresión explicativa para describir brevemente –también quizá de manera un poco forzada– una fuerte inscripción ideológica, en la literatura latinoamericana, relacionada con estas cuestiones de representación literaria, sentidos explícitos e imaginarios políticos. La literatura de América Latina tiene una amplia galería, con varios ejemplos algo gastados, de casos donde verificar sus contradictorias relaciones con las ideologías literarias modernas. Estos contrastes, que a veces se manifestaron como tensiones y otras veces como quiebres, han ido configurando también las continuidades; es así, en parte, como se consolidan las tradiciones. Una ya clásica versión de la sociología latinoamericana describe con una metáfora cronológica las múltiples complejidades del continente: habla de las temporalidades simultáneas; diferentes momentos históricos transcurriendo en el mismo lugar.

Esta idea, alrededor de la cual se consolidó un pensamiento que buscaba armonizar los tiempos históricos por medio de la intervención modernizadora del Estado, después de su fracaso, y frente a las cada vez más contradictorias ideas acerca de la función estatal, ha dado paso en las ciencias sociales a otras miradas, que ponen el acento en el hecho de que espacialidades distintas, muchas veces excluyentes y no necesariamente territoriales, se superponen de manera simultánea. Creo que, si se me permite establecer una analogía mecánica, pero ojalá convincente, la primera perspectiva mencionada encuentra su derivación literaria en el tipo de obras que representa la política como el ámbito de resolución, muchas veces traumática, de las contradicciones sociales y conflictos nacionales. Son textos donde las temporalidades simultáneas están representadas en el lugar preciso donde se concentra el máximo de tensión entre ellas; y donde por lo general una acción laica y justa, cargada de valores estatalistas, se encarna en un personaje o un discurso que intenta imponer la resolución. A veces lo consigue y otras veces no. Apresuradamente, diría que podríamos agrupar aquí obras como Doña Bárbara, El Aguila y la Serpiente o Sobre héroes y tumbas; y también, aunque con un funcionamiento evidentemente más elusivo, los textos de Rulfo, algunos relatos o ensayos de Borges, las obras de García Márquez, Guimaraes Rosa o Carpentier. Entiendo que esta agrupación puede parecer demasiado laxa; pero son líneas muy generales, arquetipos de representación histórica y literaria. Paradigmáticamente esta literatura, que ha coincidido con los procesos modernizadores de este siglo, ha sido percibida como la típica "latinoamericana" que busca conjugar –suprimir, resolver, subrayar– las temporalidades simultáneas luchando en el seno de una versión modernista de nuestras sociedades.

Por su parte, del lado contrario no sé si la otra mirada, la de los espacios superpuestos, más cercana al presente actual, puede exhibir resultados literarios equivalentes; la primera dificultad radica precisamente en que se han agotado las versiones integradoras de la historia; el segundo problema es que los cánones de representación moderna encontraron en aquellas versiones su propio límite. No obstante, estos límites sirven para delinear parte de la literatura que desde hace décadas no llega a verse contenida en los paradigmas tradicionales. Es una literatura que, al poner en primer plano los procedimientos de representación y los materiales representados en tanto emblemas de significado, ha modificado el estatuto literario propiamente dicho. De este modo la política –en tanto saber y práctica que antes remitían a un sólido conjunto verificable de creencias y actitudes– y la historia –un imaginario común donde se connotaban ideales colectivos compartidos– en la literatura apartada de los cánones tradicionales se integran en un flujo de discursos heterogéneos.

Quisiera proponer dos casos de ruptura donde intervienen elementos estéticos e ideológico políticos, que según mi modo de ver plantean, por su espíritu o resultados, una problematización radical de estas cuestiones, con influjos perdurables en la ideología literaria de décadas siguientes. Los casos pertenecen a dos escritores argentinos: Rodolfo Walsh y Osvaldo Lamborghini. Sería difícil encontrar autores más alejados en aspectos tan sustanciales como la idea de representación literaria, la ideología de escritor, los principios formales y la conciencia lingüística; no obstante hay dos temas alrededor de los cuales vale la pena reunir a ambos, aunque tampoco allí dejen de mostrar diferencias. Uno es la cuestión de cómo se puede representar literariamente la política; el otro punto tiene que ver con la suspensión de la estética.

Walsh y Lamborghini

En un reportaje concedido en 1970 a Ricardo Piglia1, Walsh admite un deseo ambiguo e impracticable; por ello tiene un doble sentimiento de orgullo y amargura. Se trata de llegar a escribir una "obra de arte superior", una novela que en extensión y profundidad supere el tipo de obras que había escrito hasta el momento: traducciones, cuentos, teatro, crónicas político periodísticas. Walsh ya estaba entonces comprometido con la lucha política, y lo estará cada vez más hasta 1977, cuando muera en un enfrentamiento al ser cercado por el ejército. Al hablar de la literatura que "quizá" le hubiese gustado escribir no lo hace con la resignación de quien se ha visto excedido por el destino, sino con un razonamiento, por otra parte muy de aquella época, donde uno se observa a sí mismo como síntoma o efecto. Según Walsh, su debilidad por la "gran" literatura –la novela– tiene que ver con un origen ineludiblemente "burgués"; una persona formada según valores superados, percibidos en ese momento como crepusculares frente al avance de una nueva práctica ideológica, una inminente revolución social y consecuentemente una nueva forma de literatura. (Sin embargo, en los cuadernos privados de Walsh pueden verse sentimientos más contradictorios; una tribulación cercana al reconcomio frente a la imposibilidad de concretar una “novela burguesa” está expuesta como una falta.)

Ese horizonte estético político –con sus dilemas de ansiedad y frustración, de esperanza e impotencia– hoy puede parecer algo simple, pero creo que vale la pena recuperarlo porque apoyado en su propia simplicidad representa una profunda fractura en la ideología literaria de entonces. Es un quiebre que, al poner en primer plano el cambio político inminente, desplaza la ruptura estética vanguardista. Este tipo de argumentos y posturas estético ideológicas estaba bastante generalizado, prueba de ello es la expresión con la que Cortázar se definirá unos años después, "Cada uno tiene sus ametralladoras específicas. La mía, por el momento, es la literatura"2. Pero Cortázar provenía, para decirlo en términos de Walsh, de la tradición que éste había renunciado a continuar. Podemos corroborar ello con otra frase de Walsh, esta vez más enfática, incluida también en el reportaje: "... hasta que te das cuenta de que tenés un arma: la máquina de escribir". Para uno, el arma se trata de la literatura, para otro es la máquina de escribir, por otra parte volcada casi todo el tiempo al periodismo combativo. En ese declive de la institución estética hacia la herramienta manual puede verse una razón política –en el segundo caso también utilitaria– capaz de compensar con creces las renuncias estéticas.

Las diversas premisas y valores de la tradición literaria moderna, percibidas como un conjunto de principios estéticos que escondían otros ideológicos –dominantes y retrógados–, era lo que Walsh descartaba en tanto proyecto estético, tanto personal como colectivo. No podía estar seguro del estatuto literario de su obra simplemente porque la palabra literatura comenzaba sólo entonces a designar un saber incipiente y una práctica que rompían con la idea literaria legitimada por la versión moderna. Muy probablemente unos años después no le habrían importado las denominaciones precisas, debido en parte a la consolidación formal de distintos tipos de escritura.

Resulta irónico respecto de sus primeros ideales estéticos o amargo desde el punto de vista de sus fines políticos –sin embargo no es menos justo considerando la certera construcción de sus crónicas–, que el reconocimiento póstumo de Walsh haya derivado de su obra menos "literaria" como Operación Masacre, Quién mató a Rosendo y El caso Satanowsky. Frente al caso de Walsh, aquello que muchas veces se ha visto como una pesada carga contenidista, con valores conservadores desde el punto de vista estético, o sea el mandato de esclarecimiento político y de utilidad ideológica que debía animar los textos, puede también entenderse como uno de los ademanes de ruptura que irrumpen en aquellos años contra las convenciones estéticas y los cánones de representación. Si bien sería exagerado afirmar que la literatura política de estos años es la avanzada de los cambios literarios y estéticos en general de entonces y posteriores, también es cierto que su incidencia no ha sido valorada con propiedad. Las causas de esta omisión son variadas; entre las más complejas supongo que está el hecho de que aquella literatura planteara una solidaria armonía con la violencia y la muerte.

En el plano genérico, Walsh a veces opta por formas un tanto flotantes, ucrónicas para llamarlas de algún modo; esquemas como la fábula, de largo linaje pedagógico. Es un tipo de género quizá injustamente desprestigiado, con una sintaxis apropiada para reaparecer en los momentos de reconversión estética. La fábula es justamente la forma que, al basarse fuertemente en el estatuto alegórico, cancela las posibilidades de identificación realista o moderna; por eso muchas veces es ajena a las formas narrativas más complejas. La representación en la fábula está puesta en entredicho por la misma sencillez de sus recursos; la mímesis recupera su origen simbólico3. Quizá debido a esto aparezca como la forma más hospitalaria para las rupturas con las consignas modernas, porque cancela las posibilidades de representación entendida como profundidad subjetiva, acumulación temporal y sentido histórico. Probablemente en virtud del desafío implicado en estas circunstancias la experiencia de Walsh en este registro no haya alcanzado buenos resultados. Pero me interesa subrayar el intento y la justificación de Walsh como índice de quiebre con la narrativa unívocamente prestigiosa hasta esos años.

El otro escritor que me parece relevante destacar es Lamborghini, autor en los años 60 de la fábula más excéntrica y enigmática perteneciente a un argentino. Se trata de El fiord4. A quien conozca este relato cualquier descripción le resultará incompleta, lo mismo para quien no lo conozca. En este hecho reside buena parte de su mérito, que es, como el sentido que esconde, impreciso e inabarcable. Podría decirse que El fiord traduce los mecanismos de reproducción política de los grupos argentinos de izquierda de la época. Para ello se vale de alusiones más o menos directas a personajes de la política, a sectores y organizaciones, como también a tópicos de la militancia –tendencias, fracturas, desviacionismos, traiciones. Es como si la vida política de los grupos se desplegara en términos de una violenta sesión sexual; pero decir violenta y sexual es decir poco. Los actores de la historia son lúbricos, despiadados, están a un paso del hedonismo y por añadidura son digresivos. El lenguaje mezcla el lunfardo obsceno y prostibulario con los clisés del activismo obrero y la diatriba política. A grandes rasgos, El fiord relata un nacimiento y una muerte. Nace el hijo del líder; muere el líder a manos de los seguidores que se le rebelan. Antes del final, al tocar el cuerpo sin vida, advierten que su materia no tiene consistencia; el jefe estaba hecho de naturaleza artificial. Podría decirse que en El fiord se relatan estos hechos, pero por fuera de ellos –o sea casi todo– proliferan demasiadas cosas contradictorias –al contrario de lo que ocurre en las fábulas. Por ejemplo la violencia, que es hiperbólica. Daría trabajo encontrar una frase donde no se perforen cráneos, quebranten miembros y violen cuerpos; pero hay ausencia de acumulación y paroxismo. La violencia en este texto no tiene carácter ritual y no es trascendente, al contrario de lo que ocurre en otros relatos argentinos que tematizan la violencia física como social y política5; los personajes parecen extraviados, tienen una inocencia excluyente. En esta violencia que es puro registro corporal, sin motivos, ceremonias ni símbolos, que adrede no es "literaria" bajo aspecto alguno, se concentra gran parte de la elusividad política de El fiord.

Según quienes lo conocieron, Lamborghini tenía un plan de publicación personal, al que se refería con sencilla ironía: "Publicar, después escribir". Para ello pegaba sobre la tapa de algún libro una sobrecubierta casera. Así, como por arte de magia el libro podía considerarse propio: título y autor aparecían flamantes en la portada. Lo que faltaba entonces era escribir, cosa que hacía en las hojas interiores, en el interlineado del texto impreso. Creo que en Lamborghini esta idea sencilla y compleja a la vez, que lo emparenta a Duchamp y a Macedonio Fernández, puede interpretarse como broma y como identidad literaria; la de quien señala que su arte se escribe donde hace silencio el arte de los demás, al cual por otra parte necesita hacer callar para existir. Una manera de ver las cosas sería decir que con El fiord, Lamborghini invalida por adelantado los avatares retóricos de la llamada literatura comprometida; propone una versión compleja del final legible y cargado de injusticias que suele tener la literatura de denuncia; aquello que, por ejemplo, pudiera ser la continuación o desenlace invertido de "Un oscuro día de justicia". Pero también es cierto que Lamborghini hizo algo explícitamente refractario a la idea de representación, de sistema y complejidad. Una literatura rica en señales, pero no en enseñanzas. Es emblemático que ambos textos posean, en un caso como principio retórico, en otro como parodia deceptiva, el aliento mesiánico de la clásica literatura de izquierda.

Me parece que entre Walsh y Lamborghini se dibuja un perfil contradictorio de ese momento –aunque difícil de identificar en un punto en particular– en el que la literatura argentina advirtió que ya no podía seguir interpelando como hasta entonces a la política y a la sociedad en general. Ambos respondieron de manera diferente –recurriendo a un tipo de material similar, aportado por la ideología– a la preocupación –bajo la forma de mandato o de denegación– por incluir la política en la representación literaria. Los efectos de tales gestos hoy pueden parecer instalados en el paisaje desde siempre; sin embargo en su época fueron las señales que indicaban que una posibilidad cierta de ruptura literaria pasaba por la representación de la política según los cánones menos asimilados por las instituciones literarias, desde la prensa crítica hasta la crítica académica. He tomado los nombres de Walsh y de Lamborghini porque me parecen más nítidos en la radicalidad de cada propuesta –o en todo caso en la radicalidad que me interesa subrayar–. Pero en realidad este nuevo universo literario en su sentido amplio estaría incompleto sin mencionar a escritores como Copi o Manuel Puig. Creo que entre fines de los 60 y mediados de los 70 se gestó algo que los avatares históricos posteriores, como ocurrió también en tantas otras cosas, abortaron. Una literatura que estaba dirigida a interpelar con una estética radical ciertas construcciones de la realidad y de la política. Con el quiebre autoritario las formas de la extrañeza se exacerbaron todavía más, expulsando a estos escritores no realistas, pero tampoco apolíticos, no sólo fuera de las fronteras de los buenos modos literarios sino también a sus obras hacia la periferia de la historia política.

Política y literatura

En síntesis, creo que la ruptura con lo moderno se conjugó con la politización del discurso estético en general. Esto produjo un clima cultural y un conflicto ideológico que precisaba revisar con urgencia tanto los cánones de representación como las propias categorías estéticas. Si ya desde los primeros años 60 con la proliferación cultural derivada de los mass media se había puesto de manifiesto una vez más que la renovación de las artes no necesariamente pasaba por la continuidad y la acumulación, a finales de esa década la convulsión política había creado las condiciones para pensar que necesariamente pasaba por la ruptura y la sustracción. Estas rupturas derivadas de la amplificación –desde un punto de vista, el predominio o hegemonía– del discurso político, de donde tiendo a derivar el rasgo más nítidamente desarticulador en la literatura argentina, poseen sin embargo elementos ambiguos y contradictorios. El primero de ellos es el más obvio y complejo: la medida en que un paradigma político uniformemente moderno como lo fue el de la izquierda debió convivir con la renovación y las rupturas estéticas.

Esta convivencia había sido posible hasta los exponentes más aventajados del realismo social –que podemos ejemplificar típicamente en algunas novelas de David Viñas, ciertos cuentos del mismo Walsh y en textos de algunos otros como Germán Rozenmacher o Enrique Wernicke– cuando básicamente las estrategias narrativas derivadas del cine –mediadas en buena parte, como se sabe, por la literatura norteamericana– permitieron crear nuevos efectos de realidad para un realismo que podía tener nuevos sujetos pero repetía una misma moral. Pero cuando la demanda de la política se torna cotidianamente perentoria es cuando obtiene del arte una respuesta posmoderna: la "literatura" puede escribirse desde fuera de la literatura. Donde la ideología política pedía claridad conceptual y las organizaciones de lucha compromisos unívocos, la literatura respondía trastornando la tradición estética.

Los tiempos literarios no coinciden necesariamente con los de la periodización histórica; algunos hechos marcan la crítica, delimitan etapas e inducen modos de lectura de una manera que a veces no se compadece con la propia complejidad de la literatura; por otro lado, puede ser que existan otros sucesos políticamente menos estridentes pero con mayor capacidad de ordenar criterios e iluminar las tensiones. En general cuando se trata de hacer cortes históricos en la literatura argentina reciente hay uno que surge con rapidez: el bienio 1982-1983 con la guerra de Malvinas y la redemocratización. Para algunos la década del 80 comienza en estos años; para otros pocos, que subrayan la oscuridad, arranca en 1976 con el golpe militar. En cualquier caso, ambos sucesos construyen un paradigma de lectura específico, que incluye y a la vez excluye, como lo hacen todos, pero que, según creo, y es lo que me interesa subrayar, tiende a interpelar a la literatura a partir de criterios predominantemente modernos, como es la idea de ficcionalización política, de reelaboración estética del pasado y de reconstrucción de la memoria histórica –de algún sujeto en particular– a través de la literatura y del arte en general. No estoy seguro de que convenga proponer otros cortes; sí creo que seguir con aquellos puede tener resultados cada vez más estériles. Una de las enseñanzas de las miradas críticas contemporáneas, a veces llamadas posmodernas, es que las periodizaciones y los momentos históricos son insuficientes para pensar sobre la literatura o el arte, en buena medida porque en muchos casos la misma literatura y la misma política se ocuparon de mirar hacia otro lado. Por ejemplo, así como la política de los 80 y 90 dejó de sumar ideologías colectivas para pasar al terreno de las demandas localizadas y de los grupos específicos, del mismo modo la literatura ha dejado de encontrar en las tradiciones estéticas y en los emblemas ideológicos otra cosa que no sean meras señales culturales equiparables a otras de origen heterogéneo –de una manera similar, para volver al ejemplo de más arriba, a como tratan sus símbolos objetuales las instalaciones.

Pero la ausencia generalizada de jerarquías tanto estéticas como ideológicas creo que tiene como límite, si se permite un exabrupto, el compromiso moral. Hoy la literatura no puede contar la verdad; en parte porque ya no existe como una entidad capaz de verificarse con algún sistema, y en parte porque es tan visible y contundente que parecería irrelevante ponerla de manifiesto. En esto consiste buena parte de su imposibilidad crítica. Pero quizá sea un error relacionar la literatura con la verdad. Lo narrado brinda la certeza de haber sido escrito, y las operaciones adicionales forman parte del simulacro; hasta ahí llega su modesta verdad. Una de las opciones para la literatura –y cuando digo opciones me refiero a la posibilidad de que perdure como arte– es conseguir una regulación a través de la vía negativa: que la literatura llegue hasta donde las otras escrituras no alcanzan. Para ello habría que redefinir la potencialidad crítica que la caracteriza durante el paradigma moderno, y para ello también habría que abandonar tanto la idea de totalidad como la de fragmento; las narraciones deberían avanzar por contigüidad antes que por quiebre o causalidad, por expansión antes que por concentración, por elevación antes que por profundidad. Es cierto que sería difícil reflejar el compromiso moral con procedimientos abstractos y con premisas elusivas, pero siempre el escritor debe encarar la dificultad, pese a que nada le garantiza un buen resultado; en todo caso siempre tendrá a manos los símbolos.

Creo que hoy el artista, como el resto de la gente, se mueve dentro de paisajes culturales; el compromiso moral, más allá del compromiso político relacionado con las intervenciones intelectuales explícitas, pasa por asimilar realidades humanas a esos elementos. No es que la realidad se exprese a través de los signos, sino que los signos se manifiesten a través de la realidad. Esto es más que un juego de palabras; quiero decir que los signos vuelvan a la centralidad de lo real descubriendo que son signos, que pueden ser leídos pero también leerse a sí mismos. Como programa literario puede sonar un poco módico, también puede parecer demasiado moderno. Pero es claro que dentro de las estéticas posmodernas no todas las prácticas tienen cabida. Y la literatura, como otras disciplinas, tiene un sustrato modernista que le otorga su identidad y la constituye como arte. Por eso la literatura, si hasta ahora tuvo como inscripción o consigna su potencial crítico, desde hace un tiempo esa misma inclinación se manifiesta también bajo la forma de pérdida o nostalgia. Creo que este es otro de los límites que debe superar la literatura posmoderna.

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Publicado en Anny Brooksbalnk Jones y Ronaldo Munck (comps.): Cultural Politics in Latin America, Macmillan, Londres, 2000; también en Nueve perros N° 1, noviembre de 2001, Rosario, p. 14.

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Notas

1. Rodolfo Walsh: Un oscuro día de justicia [1973], Siglo XXI, México, 1978. El reportaje que acompaña está fechado en marzo de 1970 y allí Walsh dice que escribió este relato en 1967. "Un oscuro día...", como indica el autor, es el primero donde se preocupa por brindar más explícitamente claves políticas encarnadas en personajes y motivos. Una síntesis arbitraria –pero gráfica– podría decir que un grupo de alumnos internos (el pueblo) advierte el error de depositar sus esperanzas tanto de acabar con la opresión y como de justicia en la llegada de un líder. Este líder aparece en el momento esperado pero es derrotado en una sesión de boxeo por el celador del grupo.

2. Reportaje de Alberto Carbone en Crisis N° 2, Buenos Aires, junio de 1973. Cortázar reitera su respuesta frente a Oscar Collazos en la conocida controversia publicada en Marcha.

3. La poeta uruguaya Marosa Di Giorgio tiene una serie de textos solidarios con las formas de la fábula. Son un ejemplo de literatura posmoderna en tanto pastiche. Sus cuentos, con una retórica que remite al mundo del relato maravilloso y de las leyendas de santos, relatan historias más propias de la campaña provinciana en clave simbolista. Marosa Di Giorgio: Missels/Misales, M.E.E.T., Saint-Nazaire, 1993.

4. Osvaldo Lamborghini: El fiord [1966], Ediciones Chinatown, Buenos Aires, 1969. También está incluido en O. Lamborghini: Novelas y cuentos, prólogo de César Aira, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1988.

5. Los más clásicos son dos que están explícitamente emparentados: El matadero, de Esteban Echeverría, y La fiesta del monstruo, de Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges. El ceremonial violento de Lamborghini es otro texto: "El niño proletario", perteneciente a Sebregondi retrocede, también reunido en el volumen mencionado. Menos ritual, pero más irónicamente celebratoria, es la descripción de un progrom durante la Semana Trágica que hace Arturo Cancela en el relato "Una semana de holgorio" (A. Cancela: Tres relatos porteños y tres cuentos de la ciudad, Espasa-Calpe, Col. Austral, Buenos Aires, 1945.

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