ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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Satin Island, Tom McCarthy


Satin Island, Tom McCarthy


Satin Island, Tom McCarthy


Tom McCarthy


Tom McCarthy


Satin Island, Tom McCarthy


SATIN ISLAND

por RODRIGO FRESÁN


Tom McCarthy (Londres, 1969) es uno de esos contados escritores de los que se puede afirmar sin miedo a equivocarse o a exagerar que tiene un mundo propio. Y es un mundo donde caben universos enteros: amnésicos y súbitamente millonarios al ser golpeados primero e indemnizados después por la caída de «algo» del cielo; astronautas sin trabajo y detectives alphavilleanos y mafiosos obsesionados con la pintura de santos bizantinos vagando por el paisaje casi lunar de una Europa Central postcomunista; un joven de la Inglaterra edwardiana obsesionado con las ondas radiales; y hasta una reinterpretación conspiranoide-estructuralista del universo de Hergé pasado por los filtros de Nietzsche y Freud y Derrida y Barthes y Bataille en Tintín y el secreto de la literatura  (El Tercer Nombre, 2006).

Y, de acuerdo, su debut Residuos (Lengua de Trapo, 2005, definida por Zadie Smith como una de las obras más importantes de nuestro tiempo) recordaba un tanto a las dulces pesadillas urbanas de J. G. Ballard; Men in Space (2007) tenía algo de las farsas herméticas de William Gaddis; y C (Galaxia, 2010) podía leerse como una suerte de versión comprimida de alguno de los delirios histórico-entropistas de Pynchon. Sumarle a lo anterior comparaciones que lo acercan a Proust y Beckett y Perec y DeLillo y Foster Wallace y Ben Lerner y Geoff Dyer y Nicholson Baker y Robbe-Grillet (y yo me permito agregar al Vila-Matas más reciente). Y, sí, de acuerdo. Pero McCarthy -también artista/«performer», secretario de algo llamado la International Necronautical Society y ensayista cuyos temas pueden incluir la materia fecal en la obra de Joyce -es demasiado singular como para ser definido a partir de otros.

Dicho lo anterior, añadir que Satin Island es otra mejor novela de McCarthy -dos veces finalista del Booker Prize- entre sus novelas tanto mejores que las de la mayoría. Considerada por Banville (quien siempre se cuida mucho de no elogiar en vano) su novela favorita de 2015, Satin Island nos invita a la mente de un tal U. presentándose a nosotros con el recuerdo de un viaje a Turín y una explicación del Santo Sudario como (una de las ideas recurrentes en la ficción con mucho de no-ficción de McCarthy) réplica auténtica o espécimen supremo de lo falso como reconstrucción de lo verdadero. Y a partir de ahí, el desarrollo y tránsito del concepto de que habitamos un tiempo de duplicaciones compulsivas, reproducciones mecánicas y mitos verdaderos a los que aceptamos como realidades más o menos alternativas, como herramientas útiles para (des)conocernos mejor.

Y al análisis de todo eso se dedica U. -típico narrador de McCarthy con algo de autómata sensible- como «antropólogo empresarial» adorador de Levi-Strauss y con cierto prestigio a partir de una investigación suya sobre la «cultura discotequera». La función y funcionamiento de U. pasa por proveer «percepción cultural» a sueldo de una imprecisa pero omnipresente La Compañía. Allí -a las órdenes de Peynman- a U. se le encarga y se lo honra con la tan humilde como kafkiana tarea de componer y orquestar El Gran Proyecto: un documento etnográfico cuya función será la de sintetizar nuestra era y de lo que la humanidad ha hecho y deshecho en ella.

Está claro que se trata de una misión imposible y que Satin Island no será otra cosa que la exhaustiva crónica/recuento del triunfal fracaso de U. Perdido en el tiempo y en el espacio del durante sin meta a la vista, enamorado de la críptica Madison quien esconde un secreto que puede cambiarlo todo, asociando libremente con una manía referencial digna de Battiato, la derrota de U. es la victoria del lector, quien sale ganando y mucho más sabio de lo que entró a esta novela. «Leer una novela de McCarthy es como estar en una novela de McCarthy», apuntó un crítico. Y no se equivoca (por otra parte, U. es, fonéticamente, «You»: tú, el que lee).

Sí, Satin Island -se nos advierte desde el principio que no se nos ofrecerá un arco dramático o «eventos» o «trama» pero uniendo un punto con otro, experimentalmente divertida y al mismo tiempo de una seria claridad encandiladora- es uno de esos libros cuya sola lectura te vuelve más inteligente de lo que eras. Y, también, te convierte en alguien súbitamente mucho más consciente de la estupidizante fragmentación de todo lo que nos rodea y nos cubre. Lo que acaba cartografiando Satin Island con estructura de párrafos numerados como si se tratasen de fichas para una digresiva presentación -y lo que advierte C. en «las aguas contaminadas de su mente» y denuncia un sutilmente satírico McCarthy- es nuestra progresiva incapacidad para concentrarnos demasiado en algo, nuestra cada vez más pronunciada incapacidad para leer más allá de ciento 140 caracteres, nuestra consumición del capitalismo que todo lo consume y consuma, nuestra adicción a cambiar de canal. Pero -y aquí reside su descomunal talento- encuentra y centrifuga en todo eso, en todo, la posibilidad de un nuevo discurso/mirada en el que se puede surfear del tráfico congestionado en Nigeria a Tristes trópicos a un partido de fútbol Barça-Bayern a creyentes en el Cargo Cult a obituarios de periódicos a avistamientos extraterrestres a la visión epifánica de paracaidistas suicidas y hasta a un guiño para «connoisseurs» de Residuos.

También, Satin Island -antes que nada y al fin y al cabo- es una diatriba subliminal y una teoría hecha práctica contra el formato convencional de ese artefacto tan irreal, inverosímil, cómodo hasta la pereza e imposible de tomar ya demasiado en serio que, a falta de una etiqueta mejor, se ha dado en llamar «novela realista».
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