ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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Un solar abandonado, de Mohamed El Morabet




Un solar abandonado, de Mohamed El Morabet




Mohamed El Morabet




Presentación de Un solar abandonado, de Mohamed El Morabet




Eloy Tizón y Mercedes Monmany presentaron el libro en Madrid
Eloy Tizón y Mercedes Monmany
presentaron el libro en Madrid


Najat el Hachmi y Vila-Matas
Najat el Hachmi y Enrique Vila-Matas




SOBRE UN SOLAR ABANDONADO, DE MOHAMED EL MORABET
(Regreso a Alhucemas)

MERCEDES MONMANY

Junto a otros escritores como Saïd El Kadaoiu (autor de No) o Najat el Hachmi (ganadora del Premio Ramón Llull con L'últim patriarca), Mohamed El Morabet (Alhucemas, 1983) pertenece a un destacado grupo, hasta no hace tanto bastante insólito, de jóvenes escritores marroquíes que viven en España y han adoptado el español (o el catalán) como lengua literaria. Unos llegaron de niños con sus familias y otros de adultos, pero es un hecho que, en general,  cada vez se está repitiendo con más frecuencia en Europa. Un hecho muy común en países como Francia, donde hay un gran número de escritores nacidos en Argelia y Marruecos escribiendo en francés, a los que hay que añadir excelentes autores llegados de países centroeuropeos o balcánicos, como el bosnio Velibor Colic o como el rumano Matei Visniec. Por otro lado, en Alemania, el novelista sirio Rafik Schami y en Holanda el iraní Kader Abdolah, son hoy día de los escritores sin duda más destacables en cada una de sus lenguas de adopción.

Un solar abandonado, la estupenda primera novela del articulista, traductor y licenciado en Ciencias Políticas Mohamed El Morabet, aparecida en la editorial Sitara, es la historia de un regreso. El dilema de la partida, que vivió un día un emigrante que cambia de país y dice adiós a muchas cosas reales y simbólicas. Alguien que vuelve de repente, en la forma de un emocionante viaje al pasado. Un viaje a un onírico y perturbador “océano de la infancia”, de los primeros y cálidos recuerdos que “por dolor o por pereza”, durante mucho tiempo, se mantuvieron alejados. Incuso, lo que podría definirse como una especie de “responsabilidad del pensamiento”, durante años no se afrontó de forma consciente.

Por causas familiares, la muerte de la querida abuela del protagonista de Un solar abandonado, en cuya casa de Alhucemas creció, ese antiguo dilema de la partida y del regreso siempre pospuesto adquirirá, con todas sus contradicciones y con sus sinsentidos no exentos de ironía, llenos de paradojas, un lugar preminente en la novela. Poco a poco, partiendo de Madrid y pasando por Rabat y Marrakech, hasta llegar a Alhucemas, la acción toma la  forma de un fascinante viaje dual, del conocimiento y del re-conocimiento. Pasado el tiempo, ese mismo protagonista que un día partió, arrastra ahora consigo una identidad dual, por así llamarla. Una nueva identidad que comprende todos los mundos de forma indistinta, a la vez, y que maneja plenamente las claves y condiciones existenciales y culturales de las dos orillas que un día se atravesaron. Que se atravesaron al cruzar el estrecho que separa España de Marruecos.

El narrador, Ismael Ata, un joven intelectual marroquí que lleva viviendo ocho años en Madrid, en el corazón más castizo de esa ciudad, entre Lavapiés y La Latina, revive, de forma no traumática, sino envuelta muchas veces en las brumas de una especie de sueño que le mece como en el mar, por oleadas, lo que un día significó el desgarro de la pérdida. La pérdida de un suelo familiar, de un país, de unas presencias amadas, de unos amigos del mundo de la cultura que influyeron en su formación y, en general, de un gran cúmulo de referencias vitales y culturales. En esas referencias, en Marruecos, ya estaban infiltradas, de forma cotidiana, numerosas huellas de lo que se podría llamar sintéticamente “cultura europea” u occidental. Como el mismo Ismael dirá, “mis mundos se abrían y cerraban en cada pasar de línea”. Música, discos, libros, películas, grupos de jazz, charlas apasionadas eran compartidas y, seguirán siéndolo a su regreso, junto a un grupo de amigos disidentes de la cultural “oficial” y más nacionalista, en tertulias de Rabat denominadas Dekka. Es decir, lo que vendría a ser una “institución bohemia en torno a una mesa de té y kif”.

El viaje de Ismael Ata, aprendiz de escritor, será también un viaje literario, un viaje a los misterios de la ficción. Una ficción que se defiende con ardor (“me decanto por la ficción, la realidad es traicionera, como mayo”). No es casual que el libro se abra con dos citas, una perteneciente a Roberto Bolaño y otra a Enrique Vila-Matas, dos escritores, dos maestros de nuestros días, tan infectados de literatura como el propio narrador de Un solar abandonado que los venera. Que los venera y que los alterna, a través de citas, sueños o continuas menciones, junto a otra larga serie de escritores devocionados (desde Kafka, Rilke y Pavese hasta David Foster Wallace, Walter Benjamin, John Kennedy Toole, Sadeq Hedayat o Virginia Woolf, por citar solo algunos).

Educado en Marruecos, en un ambiente donde prevalecía la cultura oral y la fascinación por contar historias, ya sea oyéndolas de niño a su abuela, yendo a escucharlas a la plaza de Jamáa el Fna de Marrakech o con la “obligación” de inventarlas para poder participar y ser incluido en los círculos de amigos bohemios que se reúnen en Rabat los viernes por la tarde “cuando el almuédano llama por primera vez al rezo colectivo”,  Ismael es un defensor acérrimo, tanto en su vida privada como en la narración imaginaria que lleva a cabo, de esa línea de la literatura que no cesa de abrir ventanas y más ventanas dentro de la ficción. Muy simbólicamente, el mismo día que recibe el mensaje desde Marruecos diciéndole que su abuela acaba de fallecer y que regrese para el entierro, acaba de terminar de leer La noche del oráculo, de otro de sus escritores favoritos, Paul Auster. Una lectura que le deja el poso de “una sensación lúcida de angustia e insomnio” y que le abre paso a una forma ideal de narrar “narraciones dentro de narraciones”. Un “cervantear” en estado puro: “Historias dentro de historias, enlazadas con historias de gente que escribía historias y otros las contaban mientras otros tantos las leían, escuchaban o vivían”. El libro de Mohamed El Morabet, y dentro de él el relato llevado a cabo por Ismael Ata, se convertirá, al modo de una perfecta mise en abyme, también en un patchwork oriental de historias encadenadas, de personajes que entran y salen en el viaje hacia atrás, hacia el pasado, emprendido por Ismael. Un hipnotizante relato que, a lo largo del libro, se mueve sin cesar, con límites siempre entremezclados y difusos, entre la vigilia y el sueño.

El día que por fin llega a Alhucemas, su ciudad de nacimiento, la misma que dejó hace ocho años; al pisar de nuevo el suelo y sentir en el muelle el característico olor a “sardinas asadas y dulces”; al efectuar el trayecto tantas veces recorrido en la infancia que llevaba de casa de su madre a casa de su abuela, Ismael inicia poco a poco, un vertiginoso descenso, ininterrumpido, que tiene mucho que ver con una angustiosa sensación de vacío kafkiano dentro de “un universo desintegrado que aborrece a los zurdos y a las feminidades de la cualidad humana”: “Mientras bajaba la calle sentía que descendía por una pendiente temporal que me transportaba a una oficina laberíntica donde la burocracia, encarnada en un señor vestido con traje de tela flácida, me instaba a seguir los pasos indicados en un manual escrito en una lengua que yo desconocía. <Lee>,  me ordenaba aquella encarnación en árabe mientras yo la miraba estupefacto, y luego desaparecía”.

También el vacío que, de pequeño, el joven Ismael conoció como único espacio distinguible enfrente de la casa de su abuela, aquel solar que yació polvoriento y abandonado durante años tras haber sido derrumbada una bella casa con un enorme patio de construcción española, de los años treinta, se verá de nuevo “llenado” de forma altamente simbólica. En aquel espacio inmóvil, en aquel lugar detenido en el tiempo, que encarna la Alhucemas del regreso de Ismael (“un espacio público, gris y desconfiado, que seguía la tónica del pasado y que era todavía dominio de los hombres”) el albañil que trabaja en el nuevo edificio que ocupará en solar abandonado le comunica orgulloso que se trata de “la mezquita más grande de Alhucemas”. Con no poca melancolía, el protagonista, Ismael, se dispone, una vez cumplido su “viaje crucial, vertical, como diría Vila-Matas”, de nuevo a “huir”, a dejar Alhucemas: “Dejar Alhucemas era, de alguna manera, abandonarme de nuevo”.  Alhucemas, la del tiempo detenido en solares a los que de repente se les da un nuevo-viejo uso, provocará en la mente de su hijo pródigo, antes de irse, la eterna pregunta sin respuesta:  “¿Fue necesario huir? Probablemente conviviría con el peso de la pregunta el resto de mi vida. Refutaba mi existencia con otra existencia”.


 Un solar abandonado, Mohamed El Morabet. Sitara. Madrid, 2018. 211 páginas.
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