ENRIQUE VILA-MATAS LA VIDA DE LOS OTROS 
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Benjamin






Wittgenstein







Pessoa







Cary Grant







Cerca de la cabaña de Witgenstein












Hilo de bramante
TOCAR UNA FLOR CON LAS MANOS SUCIAS

ALBERTO RUIZ DE SAMANIEGO


Al parecer, una de las citas preferidas de Wittgenstein era aquélla de Gottfried Keller que decía: “Recuerda siempre, cuando las cosas vayan bien, que no tienen por qué.” Es indudable que, en esta frase, podemos percibir una particular instalación en el mundo, caracterizada por, digámoslo en expresión que no desaprobaría el propio Wittgenstein, una voluntaria incomodidad. La necesidad de gestionar un malestar y un desencuentro con las cosas y la existencia que, de no ser ontológico y universal, habrá de ser irreductiblemente buscado por el sujeto mismo.

Sucede como si a la plenitud (feliz o no) de la existencia hubiese siempre de ponérsele un veto, una mancha, morderle su ansia de totalidad. Es lo mismo que Chesterton notó que sucedía en los cuentos de hadas: el cumplimiento de los deseos o de las situaciones más inverosímiles o fantásticas es posible si, y sólo si, no se comete determinada acción, a menudo absolutamente banal y, por cierto, ajena a toda relación con las circunstancias del acontecimiento prometido. (“Usted podrá vivir en un palacio de oro y zafiro si no pronuncia tal palabra, o si no entra en tal habitación recóndita”, o bien: “Usted puede vivir felizmente con la hija del rey si no le muestra a la joven una cebolla”.) El cumplimiento siempre depende, pues, de un veto. Tal como ha comentado esto Slavoj Zizek (en El títere y el enano): “¿Por qué esta condición singular, aparentemente arbitraria, siempre limita el derecho universal a la felicidad? La solución profundamente hegeliana de Chesterton es la siguiente: para dar ‘extrañeza’ al derecho/ley universal, para recordarnos que el Bien universal al que logramos tener acceso es igualmente contingente, que las cosas podrían haber sido completamente al revés. Si la Cenicienta preguntara: ¿Por qué tengo que abandonar el baile a las doce?’, el hada madrina podría responderle: ‘¿Por qué puedes permanecer en el baile hasta las doce?’ La función de la limitación arbitraria es la de recordarnos que el objeto mismo, cuyo acceso está limitado, se nos da mediante un gesto milagroso, inexplicable y arbitrario de don divino y para mantener así la magia de que se nos haya permitido tener acceso a él.”

Ese gesto milagroso es el mostrar mismo en el sentido wittgensteiniano, en oposición al decir con su carácter lógico y representativo. El mostrar consiste en una manifestación de mundo que no tiene alcance propositivo. Un sentido, por decir así, que está más allá de toda dicción o pensamiento, pero que en su propia in-consistencia constituye los límites mismos en que se asienta nuestro mundo. Gesto inefable para el cual no hay palabras que valgan, y que es también, por su propio carácter prodigioso, inexplicable y al tiempo frágil e inconsistente el que expresa o puede dar cuenta de la existencia entera como un don, un don de condición sublime ante el cual sólo cabe decir lo que el Tractatus: lo sublime no es cómo sea el mundo, sino que el mundo, precisamente, sea. Y, por esta misma razón, responder lo que Wittgenstein a Russell: “Los argumentos no hacen más que perjudicar la belleza de una idea, me da la sensación de estar tocando una flor con las manos sucias.”

En este sentido, se equivocan los que piensen que en el famoso adagio wittgensteiniano sobre la necesidad de callar haya la más mínima voluntad negativa. Ni, desde luego, una supuesta defensa a  ultranza del mero uso pragmático del lenguaje. Más bien debe entenderse como el anhelo por mantener, dentro de la penuria del nombre, la estela de lo inexpresable que da precisamente sentido a lo expresable mismo. “Lo inexpresable – en palabras de Wittgenstein- proporciona quizás el fondo sobre el cual lo que yo he podido expresar asume significado “.

Tan sólo el silencio puede ser capaz, por tanto, de manifestar la grandeza de ese nombre impronunciable y, tal vez, para nosotros perdido. No desde luego lo hace la palabra de comunicación, o de designación o denotación, con todo su pragmatismo y descripción del mundo interpretable e interpretado. Pero ahí, en la mudez del silencio, hay todavía algo grande y lejano que queda fuera de ese mundo descriptible por medio de las palabras. Para evidenciar su latencia o su resistencia existe el silencio.

De la misma forma  en que el hombre no es estrictamente de este mundo, sino un límite del mundo mismo, y por tanto no pertenece del todo a él, la plenitud silente determina, asimismo, los propios límites del decir. En el enmudecimiento reverbera lo que el lenguaje proposicional y denotativo no puede capturar. Muestra en su brillo simbólico, incluso, lo que éste necesariamente ha reprimido para poder existir.

De esta plenitud de una existencia concreta del individuo antes - o tras- del lenguaje, para la que no llegan las palabras, sólo el silencio funciona, diríamos, como su huella aurática. Es en este sentido, también, que podemos decir que la poesía consiste precisamente en hacer o alcanzar el silencio con las palabras.

Y es también bajo la invocación de callar como de un hada madrina que Wittgenstein entonces pudo pensar que, tal vez, había un dios, pero que, de haberlo, tendría que estar por necesidad fuera del mundo. Pues de pertenecer al mundo, ya no sería dios. Sólo el hecho de que pudiese compartir espacio con el mundo mismo, lo eliminaría en tanto que ser divino. Es exactamente el mismo pensamiento que aquél, tan conocido, de Pessoa: dios existe, pero no es dios.  Dios no puede ser dios porque, al cabo, no puede ser denominado como tal – de hacerlo, en este mundo, lo degradaríamos-. Partiendo de esta exclusión radical, ¿en qué realidad lo encajamos, si no podemos nombrarlo? En la de la mística: el puro mostrar. (Y todo esto, no se nos escapa, tiene que ver con la decidida visualidad en que tanto Pessoa como Wittgenstein están radicados. Es esta perspectiva de radical opticalidad la que determina que ambos, uno a través del maestro Caeiro y el otro con afirmaciones como 6.4311 del Tractatus: “nuestra vida es tan infinita como ilimitado es nuestro campo visual”, se convenzan de la necesaria depuración del lenguaje.)

Puede también relacionarse todo esto con un aforismo benjaminiano (en Breves Sombras II): “Señal secreta. Pasa de boca en boca una palabra de Schuler según la cual todo conocimiento debe contener un gramo de sin-sentido, al igual que las alfombras o los frescos ornamentales de la Antigüedad siempre presentaban en algún sitio una ligera irregularidad en su diseño. Dicho de otra manera, lo decisivo no es la progresión de conocimiento en conocimiento, sino la brecha dentro de cada uno. Una imperceptible marca de autenticidad que la distingue de toda mercancía fabricada en serie.”

Más allá de la referencia a la dimensión de unicidad aurática frente a la serialidad de la mercancía, tal vez un peaje del propio tiempo y del pensamiento de Benjamin, podríamos, como Didi-Huberman, llamar a esta señal secreta con el nombre de síntoma. Y la connotación es ciertamente muy adecuada: la brecha en las señales, el grano de sin-sentido y de no-saber de donde un conocimiento puede sacar, al tiempo que su crisis, su momento decisivo, si es que ambos no son lo mismo. Pero entonces nos olvidaríamos de ese carácter para nosotros decisivo, y aún más si lo pensamos desde Wittgenstein, de autolimitación – incluso automortificación- o, en definitiva, de voluntaria incomodidad. No se trata tanto de algo que, al modo de un trauma o un surgimiento psicoanalítico venga a revelar lo que para nosotros estaba escondido en lo más profundo e irrevocable de nosotros mismos. Sino más bien de un recordatorio de nosotros mismos para nosotros mismos – a menudo contra nosotros mismos-. Un recordatorio, un aviso que no deja de insistir en el carácter prodigioso, inexplicable y al tiempo frágil e inconsistente de nuestra singular vida. Algo mínimo y molesto, abrupto, íntimo y banal que expresa o puede dar cuenta de la existencia entera como un don.

Cuando Cary Grant muere en 1986, en una remota ciudad de Iowa, tras sufrir una hemorragia cerebral en medio de una gira de monólogos teatrales, al hacer recuento de las posesiones del cadáver, se encontró en uno de los bolsillos un trozo de vulgar hilo de bramante. Grant, el actor mejor pagado de su tiempo, lo llevaba siempre encima, como recuerdo de los años de extrema pobreza de su niñez. Era mucho más que su particular Rosebud.
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