ENRIQUE VILA-MATAS TEXTOS de VILA-MATAS 
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Pierre Gould
Pierre Gould



Johann Heinrich Gould
Johann Heinrich Gould
CATÁLOGO DE AUSENTES


Vengo preparando desde hace años una Historia general del vacío. Pero la angustia de escribir la primera frase de esa Historia  me tiene bloqueado. Como no ignoro que nada relaja tanto como una máscara, he llegado a pensar en buscarme un pseudónimo para poder por fin atreverme a escribir la primera frase de esa Historia que ando siempre proponiéndome escribir.
Yo sé que si un día me decidiera por fin a empezar el libro, situaría en primer lugar la historia que un día me contara Raúl Escari en la calle Maipú, frente a la casa de Borges, en Buenos Aires. Mi amigo me contó que un día, después de almorzar en casa de Copi, le explicó a éste que las flores cortadas duran más si se pone una aspirina en el agua. Después, Raúl  se fue a comprar una botella de vodka  y, cuando regresó a la casa, encontró a Copi inmóvil, sentado frente a un florero con una amapola colocada en el centro de la mesa, mirando la flor con gran atención. Copi quería verificar lo que le había dicho Raúl y pensaba que el eventual efecto estimulante de la aspirina se iba a producir a ojos vista.
Años después, Raúl confirmó el espíritu de investigador de Copi y su vocación de rastreador  del enigma del universo cuando, encontrándose éste ya mortalmente enfermo de sida, le comentó, como si estuviera igual que aquel día sentado frente a la amapola: 
-Por mucho que me acerco (a la muerte), no descubro nada.
A mí siempre me ha parecido que esta historia de Raúl Escari podía convertirse en la apertura de la brevísima Historia general del vacío que quiero escribir y no me decido y cuyo primer episodio imagino que tendría que girar en torno al pecado original y la pérdida del Paraíso. ¿Cuál sería el segundo? Anne-Marie Aguirre, una buena amiga mía de París, sitúa la aparición de la idea de vacío en un antecesor de Plotino, un filósofo cuyo nombre esta tarde he olvidado (es el único aunque llevadero inconveniente de escribir en una casa de paredes blancas sin un solo libro), pero de quien me acuerdo perfectamente  que dejó dicho: “No es cierto que la historia del mundo sea una historia de grandes logros, sino una historia del tedio”. Recuerdo que esta frase en su momento me sorprendió, porque hasta entonces no había relacionado la historia con los grandes logros; todo lo contrario, me parecían dos cosas disímiles.
Pero ahora sé perfectamente que la búsqueda de trascendencia y la huida (imposible) del tedio cruza la historia de la humanidad y alcanza otro de sus momentos estelares en El relato de Arthur Gordon Pym, que es el libro más extraño de Edgar Allan Poe y cuyo célebre  final, aún más enigmático y raro que el propio relato, sitúa al héroe en una canoa en el fin del mundo. Una irresistible corriente empuja a la canoa hacia el sur, hacia el polo y, a medida que se acercan a los límites de la tierra, todo el entorno va transmutándose y se ve una enorme columna de vapor en el horizonte y  el agua toma un tinte lechoso y se calienta, y cae sobre la canoa un finísimo y pálido polvo, mientras que decenas de aves gigantes y blancas gritan:
-¡Tekeli-li, Tekeli-li!
Lo más sorprendente son las últimas palabras de la narración: “Entonces nos precipitamos en el interior de la catarata, que se entreabrió como para recibirnos. Pero he aquí que, a través de nuestro camino, se alzó una figura humana de proporciones mucho mayores que las de ningún habitante de la tierra, con el rostro velado; el color de su piel tenía el blanco purísimo de la nieve”.
Ahí termina abruptamente el relato de Poe, que siempre se dio por inacabado. Este color blanco del final del relato siempre lo he relacionado estrechamente con la fascinante portada del libro de 1788, Historia general del aburrimiento, de Pierre Gould (insigne antepasado, por cierto, del Pierre Gould que aparece siempre en los relatos de Bernard Quiriny, uno de mis escritores favoritos). En esa portada fascinante se veía una figura humana emergiendo de un grandioso bloque de hielo. Leí ese libro de niño y la idea misma del libro, pero sobre todo la portada glacial, me quedaron grabadas para siempre.
¿Cómo no iba a quedarme en la memoria una obra que tiene el apéndice más extravagante de la  historia de los libros, ese apéndice titulado Catálogo de ausentes, donde el autor se propone la ingente y demencial tarea de reunir y apuntar los nombres de todos los muertos que ha tenido el mundo hasta el momento de escribir la primera frase de su libro?  Sólo muchos años después obtuve la explicación razonada de por qué existía tan insólito y enloquecido apéndice a la Historia general del aburrimiento. Y la verdad es que la explicación casi me decepcionó, pues la encontré de una excesiva simpleza y tontería: Pierre Gould emprendió esa tarea (tan condenada a la inexactitud, pues es obvio que  ha tenido el mundo millones de muertos que no fueron registrados en ninguna parte) porque simplemente quería llevarle la contraria a su ilustre progenitor, Johann Heinrich Gould, físico y matemático alemán de Tubinga, que a mediados del siglo XVIII había demostrado que el número pi era irracional, y cerró así la posibilidad de poder determinar una cifra exacta (fracción numérica) para este número.
Su hijo buscó, a través de su intento de escribir el demencial e irracional Catálogo, demostrar que en el mundo únicamente podían  haber cifras exactas, incluidas las de los muertos que ha tenido el universo a lo largo de su rotundamente mortal historia. “Forzosamente esa cifra tiene que existir, otra cosa es que sea fácil encontrarla, porque siempre habrá más de un difunto oculto”, aseguraba el pobre Gould junior  entre el estupor, la compasión o las risas de sus contemporáneos, y la preocupación de su madre, una inteligente aristócrata francesa. Está claro que lo único que pretendía Pierre Gould era llevarle  la contraria al padre hasta sus máximas consecuencias. Ser mucho más que el padre, ser el mismísimo Dios para poder dedicarse a confeccionar un entretenido catálogo de muertos que únicamente  podía estar al alcance de un ente divino.
En fin, la Historia general del aburrimiento y su demencial y a la postre escuálido Catálogo (no acabado, por supuesto;  Pierre Gould no llegó a completar ni siquiera la lista de muertos registrados en las sacristías de  las iglesias de su Tubinga natal) están ahí, qué se le va a hacer. Y bueno, por otra parte, he de decir que  en cierta forma yo me considero su continuador, pues trabajo mentalmente desde hace unos años en un catálogo personal, un Catálogo de Ausentes que ha de ser el apéndice de mi brevísima Historia general del vacío, resumen muy abreviado (aunque con incorporaciones propias) de la ambiciosa e incompleta Historia general de aburrimiento que publicó en su tiempo Pierre Gould.
¿Por qué hago todo esto? ¿Acaso tengo, como Gould, un padre al que contradecir?  Bueno, mi caso es ligeramente diferente. Yo hago el libro para llevarle la contraria a mi madre,  para hacer algo que sea bien distinto a lo que hace ella en la vida.
Mi madre, alias Ojo de Vidrio,  asegura que su vida está extremadamente llena de riesgo, inseguridad, y diversión. Jamás se aburre. Eso dice. Pero como lo repite  tanto, inspira la sospecha de estar en el fondo aburriéndose siempre mucho. Es más, creo que habría sido un personaje ideal para la Historia general  del aburrimiento de Pierre Gould.
Escribo todo esto en este pequeño apartamento de paredes blancas, sin libros. Simpatizo mucho con las paredes vacías. Si algún día tuviera que decorar alguna de las de esta casa, colgaría algún cuadro que reprodujera la esfinge de los hielos que Gordon Pym creyó ver en el fin del mundo. Pero no colgaré nada nunca. Necesito, sobre todo, escribir con una pared desnuda a mi espalda, pues sin duda me parece  el entorno más adecuado para trabajar en un Catálogo de Ausentes. ¿O acaso no sería ridículo que hubiera colores en mi apartamento?  Me gustan estas paredes blancas y me gusta el frío. En realidad, el frío me fascina tanto que he llegado a pensar que dice la verdad sobre la esencia de la vida. Detesto el verano, el sudor de las suegras despatarradas por las arenas del circo de las playas, los arroces al sol, los pañuelos para el sudor. Me parece que el frío es muy elegante y se ríe de una manera infinitamente seria. Y el resto es silencio, vulgaridad, hedor y gordura de caseta de baño. Me fascinan los copos suspendidos en el aire. Amo las ventiscas, la espectral luz de la lluvia, la azarosa geometría de la blancura de las paredes de esta casa.
Me gusta pensar en la palpitación del agua bajo el hielo.
Me aburro bastante, al menos tanto como mi madre.
Me consuela saber que aún no es demasiado tarde para que llegue a tener grandeza de carácter.
Me gustaría salir y fumar un cigarro de hielo.
A veces me hago pasar por Pierre Gould, por el historiador del aburrimiento, pero a veces también por su descendiente, ese que también se llama Pierre Gould y aparece en los relatos de Bernard Quiriny.
En cualquier caso, me gusta saberme diferente. La capacidad de alegría se atrofia cuando uno quiere ser igual que los otros.
A veces voy a la morgue a que me den los nombres de los muertos del día, aunque está claro que al  paso tan lento al que voy  aún habrá de salirme un catálogo de ausentes más limitado que el del pobre Pierre Gould. En cualquier caso, creo que será  crucial la presencia de la figura de Falter en mi Historia general. Debería centrar  muy especialmente la atención sobre su fabuloso personaje, sobre ese hombre cuya  vocación de investigador del  misterio del mundo le llevó demasiado lejos. Porque Falter, pariente próximo de aquel Copi que investigaba a la amapola, es aquel tipo del que nos hablara Nabokov en su relato Ultima Thule, aquel hombre que perdió toda compasión y escrúpulo cuando en un cuarto de hotel resolvió  “el enigma del universo” y  no quiso revelarlo a nadie más  tras haberlo hecho una única vez cediendo al acoso de un psiquiatra al que  le destrozó tanto la revelación que hasta le causó la muerte.
Otro personaje crucial de mi Historia general del vacío creo que  debería de ser la propia Ojo de Vidrio, mi madre, siempre ella tan fuera de toda sospecha de estar aburriéndose cuando en realidad yo sé que convive con el vacío en un aburrimiento mortal. Mi madre. No sé cuántas veces la he visto asomada a la ventana de algún cuarto de hotel oteando el horizonte, como si, más allá de éste, fuera a descubrir el enigma del universo o del vacío. Pero no creo que haya pretendido o deseado nunca dar con él. Porque Ojo de Vidrio, al igual que  Falter, sabe perfectamente que resolver el enigma habría de conducirla  a ver de golpe toda la realidad entera, a tener de repente ante ella toda la grandiosa y espeluznante verdad y, por tanto, poco después, caer fulminada por el  mortal susto final.
Los que como yo intuimos qué es lo que pudo ver Falter, oímos  a veces poemas dulces y angustiosos, versos femeninos que nos dan mucha pena, versos bellísimos de poetas hermosamente desorientadas como Hilda Doolittle, que decía haber visto que no caían las murallas y no entendía por qué, mientras ella y los suyos avanzaban por el fin del mundo y notaban de pronto que el éter pesaba más que el suelo y que éste se combaba como en un naufragio y la  expedición  descubría de golpe que ya no había reglas. Lo dice Doolittle al final del más bello de sus poemas: “No conocemos reglas / por las que guiarnos, / somos navegantes, exploradores / de lo desconocido, / lo no registrado; / carecemos de mapa; / quizá arribemos a puerto...”
La verdad es que yo, con mi Catálogo de ausentes, no creo que arribe a puerto alguno. Creo que lo mejor será que me contente con hacer tan sólo un modesto catálogo propio, es decir, una sencilla y trágica lista de mis muertos. Sin duda, acceder a otros inventarios de difuntos, acceder al Catálogo de lo no registrado, sería embarcarse en una tarea tan  imposible como infinita, y encima  perderse en la senda precisamente del fracaso de mi modelo en esta materia, el pionero Pierre Gould.
 Me quedaré en lo mío, con mis muertos más íntimos, que –ahora que lo pienso bien-  no existen. ¡No existen!  ¿Cómo no me di cuenta antes de esto?  Soy alguien que tiene el privilegio de tener a todos sus seres amados todavía vivos. Es algo casi insólito, pero no se me ha muerto nadie todavía. Es decir, que en cuanto a catálogos de difuntos, ni siquiera puedo escribir  el de mis muertos personales,  ni siquiera me es posible hacer esa nómina de ausentes. ¿Cuánto tiempo podré seguir así, sin muertos cercanos? ¿Cómo lo haré para llenar decentemente mi vacío existencial?  ¿Escribiendo esa Historia General del Vacío cuya primera frase me angustia tanto que me paraliza?  Debería ser realista y darme cuenta de que lo tengo que hacer es simplemente seguir  perteneciendo –aunque, por cuestiones cronológicas,  no conste en ella-  a la Historia general del aburrimiento de Gould junior.
Quizás lo único que pudiera sacarme verdaderamente del hastío sería encontrarme con Falter y que me  contara lo que sabe, pero no, no me  interesa nada que me  cuente algo de todo eso tan terrible  que ha visto, porque yo sé que saberlo equivale a ir  mucho más allá del  Tekeli-li y de la esfinge de los hielos de Poe,  es ir directamente a buscar un  golpe repentino de realidad, verdad y fulminante muerte.
No sé. Como en realidad mi Historia general del vacío iba a ser en el fondo muy  breve, aquí mismo ya la doy por terminada. Me vence la pereza. Además, siempre he sido voluble, frívolo y disperso. Espero que se diga que esa Historia general del vacío  no pasó de un intento de en realidad no escribirla nunca, y que quede como un vacío más dentro de la historia general del vacío, la más hueca de todas las historias.  Prefiero esto a que se ocupen de mí y  digan la verdad, digan que a veces existo sin identidad y estoy siempre ausente del lugar desde donde hablo, y todo eso que suele decirse cuando creen que hay algo realmente que decir.
Prefiero limitarme a ser un personaje de Pierre Gould. O mejor dicho, hacerme pasar por el Pierre Gould actual, por el héroe –tal vez el doble-  de Bernard Quiriny. Eso en el fondo habrá de resultarme  más estimulante que escribir una Historia general del vacío  y estar todo el rato luchando con la primera frase. Hacerme pasar por Pierre Gould, el descendiente del matemático de Tubinga, y cualquier día de éstos visitar a Bernard Quiriny para preguntarle por qué cuenta tantas historias de mí.
O mejor todavía: no hacerme pasar sino ser directamente Pierre Gould y de paso preguntarle a Quiriny  por su segundo libro y averiguar si es verdad, como me han dicho, que éste tiene todo el aspecto de ser el Catálogo de ausentes que ando mentalmente  escribiendo desde hace tantos años. ¿Es realmente este segundo libro de Quiriny un catálogo de ausentes?  Dicho de otra forma, ¿no será que es de Pierre Gould ese libro, no será que ese libro es mío? Reclamo su autoría.

ENRIQUE VILA-MATAS


* Prefacio escrito para Contes carnivores, de Bernard Quiriny (París, Seuil, 2008). Este prefacio funciona como tal, es decir, como prólogo, pero también como un relato que comunica con el resto de cuentos del libro.
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