ENRIQUE VILA-MATAS RELECTURAS 
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Samuel Beckett
Samuel Beckett



BECKETT EMOCIONANTE

COMO A MOLLOY, a Beckett siempre le vemos alejarse, dominado “por una inquietud que no es necesariamente suya, pero de la cual participa en cierto modo”. Quién sabe, quizás es su propia inquietud la que le invade. Pero, ¿cuál es su verdadera identidad? ¿Y desde dónde escribe? Le gustaban las investigaciones de este tipo;  Beckett es esencialmente detectivesco. “Y, en todo caso, ¿qué hacía yo allí? Bueno, precisamente es esto lo que trataremos de averiguar” (Molloy). Le gustaban las palabras. Es más, le producían alegría, lo que está dicho bien pronto. ¡Al sombrío Beckett le alegraban las palabras! Cuenta Cioran que un día se lo encontró por la calle y en vista de su mutismo se lanzó a contarle cosas personales y le dijo que había perdido el gusto del trabajo y que escribir se había convertido en un suplicio. Beckett le miró muy alarmado. Y le dijo -musitó más bien- algo sobre las palabras y la alegría. Años después, Cioran lo seguía recordando muy bien: le había hablado de alegría.

En realidad algo no tan extraño, porque las palabras fueron siempre su única compañía y soporte. Quienes le conocieron aseguran que se sentía sólido en medio de ellas. Precisamente sus pasajeros accesos de desaliento debían coincidir con los momentos en que dejaba de creer en las palabras, con los momentos en que se imaginaba que le traicionaban, que huían de él. Quienes llegaron a conocerle bien, cuentan que, si en algún momento sentía que se ausentaban las palabras, Beckett quedaba literalmente despojado, y desaparecía. Hay una multitud de momentos en su obra en que habla de las palabras y las examina. En El innombrable, por ejemplo, las llama “gotas de silencio a través del silencio”, y es una manera de decir que para él lo son todo.

“Lo tenue y el vacío. ¿También se van?”, leemos en Rumbo a peor. El temor a que las palabras se fueran de verdad me dominaba cuando en 1971 compré por primera vez libros suyos: El innombrable, Textos para nada, Residua. Libros conservados hoy  todavía, con orgullo, en mi biblioteca. Volví ayer sobre Textos para nada y, releyendo con capacidad distinta a la de entonces aquellos fragmentos que fueron para mí completamente iniciáticos, recordé el deslumbramiento de antaño, cuando las palabras beckettianas me comunicaron con el aire innombrable de una tristeza feliz: “Suerte que ha fracasado, que nada ha empezado, nunca hubo nada más que nunca y nada, es una verdadera suerte, nada nunca, más que palabras muertas”. He reencontrado en aquellas palabras finales de Textos para nada la certeza de que, por paradójico que parezca, de la experiencia de lo no nombrable salimos siempre reforzados y habiendo convertido las palabras, símbolos de nuestra propia fragilidad, en raíces indestructibles. Estamos en pleno centro de uno de los motivos recurrentes de toda la obra: el fracaso que trae consigo el lenguaje mismo y la necesidad, sin embargo, de seguir diciendo, de decir, pese a todo. Cuestión  abordada, con decisiva profundidad de última hora, en el ya muy famoso párrafo de la escuálida y tardía Rumbo a peor, la obra maestra de su última etapa: “Todo de antes. Nada más jamás. Jamás probar. Jamás fracasar. Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”.

¿De dónde procede esa tenaz lucha por continuar? “No puedo seguir, seguiré” (El innombrable). Como escribiera Marcelo Cohen, los personajes de las obras de Beckett quieren actuar mientras exaltan el estancamiento, y  uno, viéndoles sufrir pérdidas, no puede evitar reírse con las palabras cuando éstas chocan entre sí, se demuelen, se anulan y pugnan en vano por menoscabar su música fabulosa, y en las contradicciones que prolongan se trasluce la verdad del tiempo. Es el mismo movimiento humorístico y paradójico que explica su biografía: el huraño Beckett tuvo docenas de amigos que lo adoraban. En nota humorística, Martin Amis dijo que si alguien quisiera escribir una página al estilo beckettiano le bastaría con decir únicamente: “Nada más jamás. No, jamás, nunca”.

Hablaba Beckett de negarse a continuar y sin embargo continuaba, hablaba de dejar de escribir y seguía escribiendo, atrapado por la fascinación inútil de las palabras básicas. Se ha dicho, aunque me parece demasiado simple, que todo procede de las últimas palabras que Beckett oyó de su padre: “¡Lucha, lucha, lucha!”. Pero algo hay sin duda de esa herencia de lucha en Molloy, que para mí es su mejor libro. Fue una revelación cuando lo leí y ahora que he procedido a su relectura, me he quedado impresionado y emocionado ante la lucidez de su arte y he vuelto a pensar en la esclavitud de la ficción y en esa tediosa necesidad que tienen las novelas de tener que hablar siempre de  “un asunto” cuando en realidad el arte auténtico no es algo que trate acerca de algo que esté por ahí, de una experiencia propia, por ejemplo, o de la vida de nuestros vecinos y todo eso.

Más bien el arte de verdad es precisamente ese algo, y no un algo sobre ese algo. Es lo que vino a decir el propio Beckett cuando habló de Finnegans Wake: “Este libro no es arte sobre algo, es el arte en sí”. Releyendo Molloy, he comprendido mejor a qué se dedicaba Beckett en su mundo del No y del Nunca Nada Más Jamás. Y he detectado al investigador privado que hay en él, un detective de raza. Hay que dejar ya a un lado las interpretaciones vanguardistas de su obra y comprender que, como dice Banville, sus libros son libros muy conmovedores, todos tienen una suerte de vuelta de tuerca detectivesca en el clímax, y no es descabellado pensar que tienen mucho del género detectivesco. Después de todo, Beckett se relajaba leyendo novelas de serie negra, policíacas francesas muy especialmente. Si lo leemos así, eliminamos la parte más incómoda suya: eso de que todo va mal, rumbo a peor. Porque no siempre es así, a veces el entusiasmo se cruza en nuestras vidas. Oigamos al viejo investigador Beckett. “De modo que Gaber se había ido sin beberse la cerveza. Y con las ganas que tenía. Me quedé al acecho de la llegada de Jacques. Vendría por la derecha si volvía de la iglesia y por la izquierda si volvía del matadero” (Molloy).  ¿Y cómo no acordarse ahora del final de esa misma novela? “Entonces entré en casa y escribí: Es medianoche. La lluvia azota los cristales. No era medianoche. No llovía”. Es maravilloso. En su final el libro se colapsa y cae toda su construcción como un castillo de naipes y de pronto las palabras parecen bailar de alegría bajo una triste luz de plomo. Hemos entrado en el campo del misterio y el detective Beckett avanza. Pero no hemos entrado. No hemos salido. Desde donde nunca una vez dentro. Y no es verdad que no llueva.

ENRIQUE VILA-MATAS
* El País, Babelia, 3 enero 2009

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