ENRIQUE VILA-MATAS RELECTURAS 
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Stevenson Museum. Maletas del escritor en Samoa
Stevenson Museum
Maletas del escritor en Samoa


Marguerite Moreno



Marcel Schwob






MARCEL SCHWOB HACIA SAMOA

Aparenta ser Marcel Schwob (Chaville 1867–Paris 1905) un autor menor. Pero no hay que olvidar que las apariencias se las pasó siempre por el forro, porque fue maestro en fugas y experto en desertar de cualquier aire estable. “Conténtate con toda apariencia. Pero abandónala y no te des la vuelta”, escribe en El libro de Monelle. Así, por lo visto, actuó toda la vida. Malas lenguas comentaban que era un hombre muy móvil, pues se le veía por un instante de una forma, pero enseguida pasaba a ser distinto, visible y diferente desde otro ángulo y otro  lado, y así iba moviéndose sin parar, hasta que doblaba cualquier esquina. Dejó París, un día, para irse en largo viaje a las islas Samoa, en el Pacífico Sur, entre Hawái y Nueva Zelanda. Se fue a ver la tumba de su admirado Stevenson y, cuando volvió, jamás se había visto a alguien tan cambiado, y todo el mundo vio en Schwob a un hombre ya sin apariencia.

Será un autor menor, pero su influencia es visible en obras de Borges, Faulkner, Cunqueiro, Perec, Tabucchi, Bolaño, Sophie Calle, Michon.  “En todas partes del mundo hay devotos de Marcel Schwob que constituyen pequeñas sociedades secretas”, escribió Jorge Luis Borges. Y quizás sea la más clandestina de las redes de esos clubs ocultos –celosos siempre de sus descubrimientos- la que ha trabajado a lo largo de los años con pericia para evitarle una popularidad excesiva.

Su libro más influyente, el que más caminos abrió, fue Vidas imaginarias, donde utilizaba personajes reales de la historia como Eróstrato, Lucrecio, Petronio, para componer unas biografías alucinantes, mezcla de erudición y anécdotas de tipo extraordinario. Borges las tomó como modelo para su Historia universal de la infamia, donde los protagonistas son reales, pero los hechos pueden ser fabulosos y no pocas veces fantásticos.

Borges tomó de esas vidas imaginarias de Schwob la idea de que tanto el conocimiento como la imaginación sirven como caminos para acceder a una persona, ya que las biografías no dejan de ser mezclas de los datos reales con los ficticios. De hecho, según él mismo contó, para escribir Historia universal de la infamia se dedicó antes a leer vidas de personas conocidas y a deformarlas después según su capricho. No fue, en todo caso, pionero de este tipo de actividades, pues desfigurar vidas con capricho es operación ya antigua en las letras. Una “vida imaginaria” anterior a Schwob y Borges, sería, por poner un ejemplo poco conocido, Memorias de la vida y familia del difunto y Reverendo Mr. Laurence Sterne, libro de recuerdosque pasó por ser del autor del Tristram Shandy, pero que contenía demasiadas imprecisiones y errores de bulto como para creer que alguien como Sterne, de quien se sabía que tenía una gran memoria personal, hubiera podido escribirlo.

Borges no sólo no escondió nunca que su Historia universal  de la infamia derivaba de Vidas imaginarias, sino que repitió que la primera era una pobre consecuencia de la segunda, una “copia rebajada”. Sea como fuere, algo parece evidente: tanto él como Schwob trabajaron a conciencia para alcanzar textos en las que fuera imposible discriminar la parte documental de la fantástica; textos  en los que realidad y ficción aparecieran tan íntimamente ligados que resultaran difíciles de desenlazar. ¿No es lo que sucede con frecuencia en tantos libros de hoy?  De hecho, en este sentido, Viaje a Samoa podría leerse perfectamente como si fuera un texto de hoy,  pero ya no

hay viajes en barco a Samoa y, por no haber, no hay cartas escritas desde los barcos, ya casi no hay en realidad cartas manuscritas.

Schwob fue alguien desde joven conmocionado por la lectura de La isla del tesoro, de Stevenson, y posteriormente por los otros libros de este autor, con el que llegó a intercambiar una breve correspondencia. La isla del tesoro fue un libro que le impresionó como nada antes lo había hecho, lo leyó  bajo la luz vacilante de una lámpara de ferrocarril: “Los cristales del vagón se teñían del rojo de la aurora meridional cuando desperté del sueño de mi libro. Como Jim Hawkins tenía ahí ante mis ojos a John Silver y su botella de ron”.

Viaje a Samoa –con breves prefacios de Eduardo Jordá y mío, ambos prólogos ya casi perdidos en la noche de los tiempos, y con bellísima traducción de Jaume Pomar- es el diario de un largo trayecto  en barco, el Ville de la Ciotat, hacia  la lejana tumba polinesia del gran Stevenson. Escrito en forma de cartas a su esposa, la actriz parisina Marguerite Moreno, el libro va describiendo tanto la melancolía de los lugares por los que va pasando (mar Rojo, océano Indico, Ceilán, Australia, islas de Oceanía) como los cielos espectaculares y los diversos incidentes del movido camino en el que Schwob es acompañado por su criado chino Ting, que un día se confunde y se acuesta en la cama de su amo, lo que le hará escribir a éste, no sin humor: “Mala señal”.

 En los mares de Arabia aparece otra señal: una franja de luz relumbrante, que no parece ser demasiado de este mundo. En Djibouti degusta el café de Harrar, diez años después de que Rimbaud lo probara con desdén. Pero no es a Rimbaud a quien busca Schwob, si no a  Stevenson, más concretamente su lejana tumba, y el viaje continúa. Tiene en Ceilán la impresión de que va hacia la franja deslumbrante, y así se lo confirma Ting cuando rompe su silencio para señalar que ve una luminosa ciudad de hielo en el más allá de las nubes. Al dejar la ciudad de Colombo, Schwob, cada día más enfermo y añorando a Margarita, evoca los cipreses de su casa natal en la bella Chaville. Días más tarde, en Melbourne tendrá miedo, todo parece blanco, deslumbrante como la franja árabe. Días después, ya no evoca ni un ciprés cuando, tras el interminable viaje, divisa Upolu, en Samoa.  Llega con fiebre. La isla le parece fea y sus habitantes, especialmente los hermanos maristas (barbudos, sucios, estúpidos), le parecen horrorosos. Abatido por la destemplanza, cree morir. Ha hecho todo el viaje para ver la tumba de Stevenson, pero ahora ve más próximo su ataúd que el del escocés amado, tan leído y adorado.

Ting calla, lo normal en él. Pero parece también horrorizado por el horror general de los rostros de Samoa y no tiene ni siquiera fuerzas para animar a su amo a que visite la tumba buscada y le añada un cierto espíritu a la insensata aventura. Viaje raro, que el largo retorno sin haber visto la tumba aún hace más absurdo. “Lluvia suave sobre el agua muerta. Pasan algunas formas errantes a lo largo de atajos inundados”, escribe Schwob a Margarita Moreno cuando cree que está ya próximo al muelle  desde el que seis meses antes partió. Después de todo, piensa Schwob enajenado, hay viajes en los que uno no ve lo que esperaba ver y, en cambio, se da de bruces con espumas pálidas que parecen querer clarear la noche, justo al final de una vida, de mi propia vida imaginaria.

ENRIQUE VILA-MATAS
* El País, Babelia, 7 de mayo de 2011

· Vidas imaginarias. Marcel Schwob. KRK Ediciones. Oviedo, 2010.
· Viaje a Samoa (Cartas a Margarita Moreno). Marcel Schwob. Editorial Olañeta. Palma de Mallorca, 1998.

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